Capítulo 1. Éxodo
Su esposa y sus dos hijas con lacitos miraban por la ventana invernal — esperaban a papá…
La familia. Dos niñas pequeñas con lacitos en el cabello. Hermosas y vivaces, cuando subían las escaleras hasta el quinto piso, toda la casa retumbaba — se oía desde lejos cómo corrían a casa. Parecía que en esas piernitas corría la vida misma — alegre, impaciente, auténtica.
Después de una infancia difícil en el campo y el servicio militar, fui para ellas un padre cariñoso, atento pero estricto. No había leído a Makarenko, ni había consultado psicólogos — en aquel tiempo ni siquiera existían esas palabras. Tenía 25 años. Mi vida se regía por la lealtad al juramento: tanto al militar como al matrimonial. Asumía la responsabilidad como algo sagrado, un asunto de honor. Incluso cuando era difícil, incluso cuando la fatiga se acumulaba dentro de mí — mantenía el paso firme.
El nivel de vida de la gente común bajaba cada año, los precios subían, y surgía la pregunta: ¿cómo alimentar a la familia, cómo darles educación a las niñas? Un día tomé una decisión y di un salto a lo desconocido. Solicité salir hacia España para trabajar. Mientras se preparaba el viaje, no me quedaba de brazos cruzados — hacía trabajos eléctricos en tiendas y esperaba la llamada. Día tras día vivía en un estado de espera, como un soldado en la línea del frente, sin saber de dónde vendría el disparo — de la esperanza o de la desesperación.
Era un día de invierno sencillo. Nubes grises cubrían el cielo, caía una ligera nevada. Terminamos el trabajo y entramos con los demás en la trastienda para tomar un té. Charlábamos sobre lo de siempre — dinero, crisis, vida dura. De repente sonó el teléfono. Todos se quedaron en silencio. Contesté — reconocí la voz.
— Todo está listo — dijo. — Es hora de irse.
— ¿Cuándo? — pregunté.
— Esta noche. Un coche vendrá por ti.
Un extraño sentimiento me invadió. Escuchaba la sangre latir en mis sienes. Había esperado tanto ese momento — ¿por qué tanta agitación?
— ¿Qué pasa? — preguntaron los compañeros.
— Tengo que irme — respondí.
— ¿A dónde?
— Si tan solo lo supiera…
Para mí, era como salir al espacio exterior. Afuera — lo desconocido, dentro de mí — decisión. Todo lo vivido hasta ese momento parecía un entrenamiento. Ahora empezaba la verdadera batalla.
De camino a casa, repasaba emociones — de la alegría anticipada al dolor de la despedida y el miedo ante lo incierto. Lágrimas escasas se congelaban en mis pestañas, el viento frío y la nieve me quemaban el rostro. La noche de invierno cubría la ciudad, salía humo cálido de las chimeneas. A lo lejos vi una luz conocida en la ventana.
Amaba esa luz. Esa ventana era parte de mí. A menudo nos sentábamos juntos y mirábamos desde allí la ciudad al atardecer. Luego, en esa ventana, comenzaron a aparecer las siluetas de nuestras hijas. En esa ventana vivía mi pequeño universo.
Vi con claridad tres siluetas familiares: mi esposa y dos niñas con lacitos, que miraban con ansiedad la noche invernal. Esperaban a su papá. Y sentía cómo ese silencio al otro lado de la calle decía más fuerte que cualquier palabra: “No te vayas”.
El reencuentro llegó — abrazos, alegría. El padre regresó. Trajo bebidas dulces y golosinas. La alegría fue breve: otra llamada. El coche esperaba abajo. Quedaba poco tiempo para empacar. Las niñas no entendían qué pasaba. ¿A dónde va papá? ¿Por qué? ¿Y por cuánto tiempo?
Nadie sabía que pasarían tres largos y difíciles años antes de que pudieran volver a abrazarme. La mayor me dio un relicario para la suerte y un calendario con San Nicolás. La menor me miraba con ojos húmedos, sin comprender adónde se iba su papá en la noche. Pero en esos ojos ya habitaba la nostalgia.
— Las despedidas largas traen más lágrimas — dije. — No me acompañen. Pronto volveré.
Lancé una última mirada a la ventana. Allí estaban, mirando fijamente la oscuridad, tratando al menos por un instante de quedarse conmigo — aunque solo fuera con la mirada.
Cuando salió a la nieve, en esa oscuridad nació el primer impulso. Los dejó por algo que él mismo no podía explicar. Por una oportunidad. Por una chispa que sería el inicio del regreso. Comprendió que el amor es cuando uno se adentra en lo desconocido, solo para algún día regresar más fuerte y recuperar a quienes dejó atrás. Aunque tome toda una vida. Aunque haya que cruzar fronteras, vencer el miedo, atravesar el propio corazón. Porque el camino a casa no son kilómetros. Es superación. Es fe.
Capítulo 2. Fuga
En el interior del automóvil hacía calor y se respiraba una calma extraña. Los faros iluminaban la carretera cubierta de nieve, y el coche se balanceaba levemente al pasar sobre suaves montículos blancos. La nieve se deslizaba a los lados y a veces volaba por encima del parabrisas, centelleando como fuegos artificiales navideños. Los árboles dormían bajo su abrigo blanco, silenciosos, solemnes. Todo en la naturaleza parecía contener el aliento, esperando la Navidad.
Yo miraba por la ventana mientras las luces de mi ciudad natal se desvanecían lentamente en la distancia. Sentía que dejaba una parte de mí atrás, algo invisible pero profundo. La noche pasó volando, entre sueños interrumpidos y pensamientos agitados. Sin darme cuenta, amanecía.
A lo lejos ya se divisaba la frontera de la Unión Soviética. Los documentos no estaban listos. Nuestra madre patria nos quería tanto que no nos quería dejar ir. Así que, como dos escolares traviesos, decidimos escapar de la mirada severa de la profesora.
No estaba solo — tenía un compañero de fuga. Juntos, todo parecía más llevadero, como cuando se faltaba a clase o se huía del guardián del huerto. Pero esta vez no había nada de juego. Soldados armados, alambres de púas, perros guardianes — como en una película de espionaje, pero sin actores, sin ensayo.
Siguiendo el consejo de otros ya curtidos, nos acercamos a un gran camión estacionado en la zona de carga. El conductor nos entendió enseguida. No éramos los primeros. Levantó la lona y nos metimos dentro de un remolque lleno de paquetes de acero. Nos deslizamos entre los huecos hasta el fondo y nos escondimos tras una pila.
El frío era brutal. No llevábamos equipaje, solo lo puesto. Mi chaqueta ligera y mis zapatos de suela fina eran para un destino cálido, no para un cruce ártico. Mientras temblábamos de frío, los pasos pesados de los guardias resonaban en el exterior. El motor del camión rugió y comenzó a moverse.
El olor a gasóleo y metal se mezclaba con el de la escarcha. El corazón latía al ritmo del motor. Cien metros. Luego otros cien. Cada metro parecía una eternidad. ¿Nos detendrán? ¿Nos registrarán? ¿O pasaremos?
De repente, el camión se detuvo. Se oían voces, ladridos. Los perros se acercaban. Dos enormes pastores alemanes se alzaron sobre sus patas traseras y presionaron la lona justo donde estábamos. Sus garras y gruñidos nos paralizaban. El pánico nos atrapó.
— ¡Sherkán, ¡fuera! — gritó un soldado. El perro no obedecía. Sabía que había alguien. Y si entraba en el remolque, allí no cabríamos cuatro.
De pronto, se abrió la lona. Nuestro corazón se detuvo. Pero no fue un perro, sino la cabeza de un guardia que asomó y echó un vistazo. Nada. Saltó al suelo.
— Debe de haber sido una rata — dijo. — Sherkán las odia.
— Rata tú — murmuré sin voz.
El camión rugió de nuevo. La frontera quedaba atrás. Los ladridos se apagaban. En mi cabeza sonaba una vieja canción:
«...corríamos por el sendero solitario, evadiendo los dientes de los perros siberianos...»
Con cada kilómetro, el aire se volvía más templado — o tal vez era el presentimiento del clima subtropical que se aproximaba. El olor de la libertad y la sensación de lo nuevo mareaban la cabeza. En una ciudad de paso nos bajamos del camión. Miramos alrededor como gatos soltados por primera vez al mundo exterior, buscando una estación para continuar viaje.
Nuestros caminos se separaban allí. Mi compañero iba a Italia, a casa de una tía. Yo, a España, donde nadie me esperaba, donde no había quien me dijera cómo, dónde y sobre todo con qué vivir. En el bolsillo interior guardaba un papel arrugado. Me daba calor y esperanza. Allí estaba escrito cuidadosamente un número de teléfono — el contacto de un conocido de un conocido que vivía en España desde hacía años. Lo había anotado preguntando cada cifra dos veces. Quedarme solo frente a Europa, sin idioma, me aterraba.
Y Europa, como supe después, tampoco me esperaba con los brazos abiertos.
Comprar un billete de autobús resultó más fácil que en casa. Le das dinero al taquillero, dices el nombre de la ciudad — y listo. Sin reverencias ni súplicas. Aquí siempre hay billetes. Y los taquilleros sonríen, claro — si tienes dinero, por supuesto.
El gigantesco autobús de dos pisos avanzaba suave como un barco. Sólo los árboles y las figuras humanas que cruzaban velozmente la ventana delataban la velocidad. Encima de nuestras cabezas colgaban pequeñas pantallas. El suelo estaba cubierto con alfombra iluminada con neones. Todo parecía sacado de un cuento futurista. Una inquietud agradable calentaba el alma.
¿Qué me esperaría al final de la línea?
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